Altri tempi

Altri tempi

Descubriendo el Valle de la Luna

Altri tempi
Preparando una pista de escape del cauce arenoso
Preparando una pista de escape del cauce arenoso
Paleando para acceder al Valle de la Luna
Paleando para acceder al Valle de la Luna
Preparándonos para la cena y el pernocte
Preparándonos para la cena y el pernocte
La Brava no pasaba por la angostura por donde<br/> don Victorino había entrado a caballo
La Brava no pasaba por la angostura por donde
don Victorino había entrado a caballo
Al Fairlane le sobraba polenta
Al Fairlane le sobraba polenta

¿Tiempos mejores? Tan seguro no estoy.
La Argentina, sí, era un oasis de paz y de bienestar.

¿Pero el resto del mundo? En julio de 1967, meses después de que exploráramos con ojos de periodistas y turistas el Valle de la Luna (y eso era antes de pisar el primer hombre el suelo polvoriento de Selene), barrios enteros de blancos y de negros en Newark, Cincinnati, Detroit y Washington quedaban reducido a cenizas con un saldo de 83 muertos, y meses más tarde ardía Paris.

Los porteños, muy lejos de todo aquello, soñaban con su primer automóvil y con alguna salida de miniturismo: Luján, Pilar o Escobar. Chascomús, Lobos y San Miguel del Monte eran destinos que implicaban espíritu de pionero y de aventura.

Nosotros, en cambio, apuntamos a más allá. Durante el Gran Premio Standard de 1966 nos enteramos en Chilecito de boca de un "alemán loco" de una comarca que realmente se parecía a otro planeta. Valle de la Luna se llamaba, ni más, ni menos, aunque el nombre geográfico era Ischigualasto, patronímico de un cacique huarpe, antiguo dueño de aquellas tierras.

Con el colega fotógrafo Antonio Legarreta, su hijo Leonardo y su mujer, preparamos entonces lo que para nosotros, Marlú y yo, sería la primera de una serie de jornadas hacia lo desconocido e inexplorado.

Una expedición con todas las de la ley, porque a esas tierras desérticas había que llevar no solo vituallas sino también agua potable, además de lo necesario para dormir. En síntesis: una genuina excursión hacia lo desconocido. Ni caminos había. Eso sí: contábamos, Legarreta y nosotros, con el mejor todoterreno que alguna vez existió: sendos Citroën 2 CV.

¿Dónde quedaba el enigmático valle lunar, cómo llegar? También eso hacia falta; un baqueano. Lo hallamos en la persona de don Victorino Herrera, oriundo del caserío de Los Baldecitos sobre el límite interprovincial de San Juan y La Rioja.

Eran tiempos en que el pavimento terminaba poco más allá de la ciudad de Córdoba.

De alguna manera logramos llegar hasta Los Baldecitos para encarar la gran aventura.

A través del teleobjetivo del tiempo trascurrido, aquello parece, hoy, romántico. Y si bien lo era, encerraba también riesgos. Había que llevar nafta para repostar, palas para zafar de los arenales y un equipo de primeros auxilios para el caso de picaduras de víboras. No, broma no era.

Así llegamos un buen día a lo de don Victorino de Jesús Herrera, que nos acompañó al corazón del valle. Sin huellas ni surcos.

-Hacia aquél arbusto -indicaba don Victorino-.
-Y ahora sigamos por este arroyo –continuaba-.

En efecto: en este territorio solo transitado por pumas y zorros (el único enemigo natural de los cachorros de ese felino), los cauces de riachos eran nuestros únicos caminos, y los lechos de los grandes ríos secos se convertían en bulevares de tránsito rápido.

Esta clase de exploración, mitad con nuestros "Patitos feos", mitad en extenuantes caminatas, tenía le ventaja de hacernos conocer lugares y formaciones nunca jamás después vistos por otros turistas. Como por caso El Loro o la Lámpara de Aladino, o bien las esculturas del Vasco con Boina, el Moai de la Isla de Pascua y el Perro de orejas caídas. Nuestras fotos quedaron como únicos testimonios de aquellas bellezas naturales.

La expedición descubridora al Valle de la Luna resultó todo un suceso periodístico, comenzando por la publicación de una doble página en el rotograbado de La Prensa.

Pronto siguieron más excursiones, con otros vehículos no siempre tan aptos como el Citroën 2 CV. Así por caso, una incursión con una Pick up Chevrolet con diferencial autoblocante, fue toda una vivencia porque el vehículo no solo era pesado sino por su anchura no pasaba por donde Victorino sí había cruzado a caballo. Del Chevrolet Súper ni hablar, con el que nos atascamos por horas en un río arenoso de donde solo zafamos tras construir dos andariveles con ramas secas. En cambio el Ford Fairlane V8 tenía polenta suficiente para vencer los arenales más traicioneros.

¿Hoy? Pavimento por donde se mire, circuitos señalizados, guías que cuidan y explican, kioscos con refrescos, en fin: un circo turístico del que nadie imagina cómo comenzó.

Maravillas perdidas: el Perro, el Vasco y el Moai
Maravillas perdidas: el Perro, el Vasco y el Moai

Por: Federico B. Kirbus
Fotos del autor