El Ford T de la familia

Literarias

El Ford T de la familia

Condensado de "Journal of Lifetime Living"

El Ford T de la familia

El 24 de Diciembre de 1917 mi padre extendió un cheque por u$s. 440.- convirtiéndose en dueño de un nuevo coche de turismo FORD. Como mi padre no se había recibido como conductor de coches Ford, el vendedor lo trajo hasta la casa, quedando el T en el granero esperando el amanecer de la Navidad.

Mi hermano y yo, usualmente remolones para levantarnos en esas frías mañanas de invierno, nos levantamos al amanecer de ese 25 de Diciembre. Bajo la débil luz de la bombita del granero, sucia de insectos, inspeccionamos exitados nuestro nuevo automóvil. Existían varios millones de Ford T iguales al que estaba ante nosotros. Sin embargo, éste era de una belleza sin par. Embelesados, nos volvió a la realidad el llamado a desayunar. Luego, ante la envidia de mis hermanos, me dirigí a grandes zancadas al granero pues yo había sido iniciado en los misterios de la conducción automovilística. Ellos no. Había servido de aprendiz de Carlitos "Decasaencasa", repartidor de la lavandería, quien conducía una Delivery T, con una ventana oval a cada lado de la cabina. Me gané el curso cargando innumerables paquetes de ropa limpia.

La temperatura de aquella Navidad era igual a la del círculo polar Ártico y los T eran alérgicos al frío, teniendo reputación de ponerse en marcha sólo cuando ellos querían, al recibir el consabido manijazo. La cosa tenía su técnica especial: el operador ponía el pulgar en el mismo lado que los otros dedos, tiraba rápidamente la manija hacia arriba mientras tiraba del cebador de alambre, que asomaba entre las aletas del radiador. Los que no seguían esta técnica se exponía a una rotura de brazo, pues la manija solía patear. Y fuerte. Hoy hay tantos yesos en los centros de ski como hubo brazos enyesados en aquellos inviernos del campo norteamericano.

A pesar de ser bastante avezados, nuestro Ford no daba señales de vida. Seguimos todo el ritual. Trajimos una olla de agua hirviendo para verter sobre el múltiple, le dimos manija. Nada. Al caer exhausto un voluntario, el siguiente, ansioso de probar, lo reemplazaba. Nada. Quitamos las bujías y pusimos nafta en cada cilindro. En vano. Entonces mi padre maldijo solemnemente a Henry Ford y le pegó tremendo patadón a la rueda delantera derecha del T, al tiempo que mi hermano giraba la manija. El motor hechó a andar, atronador, como si hubiera estado esperando aquella señal. Más tarde nos enteraríamos que aquella era una característica del Modelo T. Ya en marcha el motor, debimos abrirnos camino entre una nube de humo para abrir el portón y, marcha atrás, sacamos el coche para el primer vuelo de prueba. Yo estaba al volante, saturado de sentimientos parecidos a los de Lindbergh cuando dirigía hacia París la proa de su avión.

El conductor de un T no se veía confundido por el fárrago de instrumentos y mecanismos que vemos hoy día. La cabina contenía tres pedales, un freno de mano, la llave de contacto, el conmutador de luces y un volante con los dos bigotes. Y listo. El misterio capital del T radicaba en la transmisión: para avanzar, se pisaba el pedal izquierdo al mismo tiempo que se aceleraba con el bigote. Así el coche embestía, gruñendo, en primera. Se soltaba el pedal y el coche saltaba a la velocidad alta. El pedal derecho era el freno y el del medio la marcha atrás. Para parar en seco, el conductor experimentado pisaba los tres pedales a la vez. Como yo dominaba esa técnica podía ir a la casa del abuelo con toda la familia y volver sin novedad. Fue una excursión emocionante. La empataría, solamente, manejando un cohete a la luna.

Al poco tiempo Papá se entusiasmó con accesorios. El primero, de lujo, era un aditamento que prometía velocidades de más de 70 kph. Funcionaba como el quemador de residuos de un avión a chorro, absorbiendo aire por succión y proporcionando una corriente forzada. Cuando el abuelo se rompió la placa dental superior al salir disparado contra el techo, por un bache, instalamos unos amortiguadores. Si bien fue ese el único daño corporal familiar, nos escapamos por un pelo muchísimas veces. Cierta vez que Papá conducía, con cuatro chicos a bordo, por una calle mal pavimentada y, estando cerca de un carro de paja, único vehículo a la vista, las ruedas delanteras del T empezaron a oscilar violentamente transmitiendo la vibración al volante. Si bien mi padre era el hombre más fuerte del pueblo, nos asombraba ver que no podía sujetar el enloquecido volante. El coche después de una serie de convulsiones y saltos enfiló para el carro de paja. Los caballos resoplaron y se encabritaron. Los peatones se escondían tras los árboles. Los que estaban detrás del coche, a salvo, nos cargaban gritando "¡Sujete esa mula amigo, que patea…!" El coche rozó el carro. Papá se paró sobre los tres pedales. Había paja por todos lados, el carrero furioso y nosotros muertos de miedo… pero ilesos.

Para la lluvia, el T tenía una "Capota de cuatro hombres" (se necesitaban cuatro hombres para armarla), cortinas laterales y ventanas de mica. Todo provisto de ojales que rara vez podían ser abrochados en más de un 50 %. El agua entraba a borbotones por los huecos y caía en cascada por la división horizontal del parabrisas.

En una excursión memorable descubrimos la fragilidad de los neumáticos de aquella época. Con gomas nuevas y buen tiempo era normal un reventón cada 80 km. Con gomas viejas, la proporción aumentaba rápidamente. Nuestro record en aquella excursión fue de cuatro reventones en 8 km. El T, no tenía auxilio. Si pinchabas levantabas el asiento delantero, tomabas los parches y el gato y a trabajar. Los Fordistas experimentados reemplazaban la herramienta del auto, para descalzar neumáticos, por un par de palancas de hoja de elástico. Si bien alguno podía desmontar, reparar y reamar en diez minutos, la marca regular era media hora.

Otro riesgo frecuente era quedarse sin nafta. Había que hacer bajar a los pasajeros del asiento delantero, levantar el almohadón, la tapa de tablas y sacar la tapa del tanque, allí abajo. Metiendo una regla de madera graduada se corroboraba el combustible remanente. Algún descuidado intentó leer la regla acercando un fósforo, pasando a ser una nueva víctima de la era mecánica. Medir el aceite era peor. Había que reptar debajo del auto y abrir la llave de purga. Si caía aceite: había. Si no caía: no había. Henry Ford decía: "Este coche no tiene adornos inútiles" Verdaderamente. Nosotros, como muchos otros, creímos que no había algo más simple que el "sistema de enfriamiento por termosifón": un ventilador y un radiador. Sin bomba. Cuando el agua calentaba subía. Si se enfriaba lo bastante en el radiador, bajaba. En la práctica, la correa del ventilador se salía fácilmente de la polea y el agua empezaba a hervir despidiendo nubes de vapor. El que intentara quitar la tapa del radiador corría el mismo peligro, casi, que aquel que quisiera apagar el incendio de un pozo de petróleo.

Durante 19 años, 15.000.000 de Ford T salieron de las líneas de montaje, llegando a ser tan conocidos como queridos en todo el mundo. Pero en ningún lado fue tan virulenta la plaga como en el Medio Oeste norteamericano. Levantando polvo en miles de caminos y caminitos, incontables familias, que jamás se aventuraron a más de 150 km de sus casas, se lanzaron a ver el horizonte lejano. Al asentarse el polvo, una red de carreteras y autopistas borraron para siempre las diametrales diferencias entre campesinos y citadinos, comenzando una nueva forma de vida para la población del país.

Por: Robert Strother