El Navegante

Andanzas de uno, como cualquiera de nosotros, pero peor.

El Navegante

El Navegante
El autor abandona la carlinga para golpear <br/> sobre la mesa de control al terminar la prueba <br/> del Jagüel - Lo hace de espaldas creyendo que <br/> es una largada Le Mans inversa - Una <br/> vergüenza.
El autor abandona la carlinga para golpear
sobre la mesa de control al terminar la prueba
del Jagüel - Lo hace de espaldas creyendo que
es una largada Le Mans inversa - Una
vergüenza.
El Allard Cadillac en su primera carrera en  Argentina,<br/> al mando de José M. Ibáñez
El Allard Cadillac en su primera carrera en Argentina,
al mando de José M. Ibáñez
El Allard perseguido por Reyes,  Grandío y<br/> Fernandez Dellepiane.
El Allard perseguido por Reyes, Grandío y
Fernandez Dellepiane.

En enero de 2003, mi amigo Jorge me invitó a acompañarlo en la II Edición de la Semana Internacional del Automóvil Sport y Clásico de Punta del Este, a bordo de su Allard-Cadillac J2 de 1951.

Este auto fue la creación del inglés Sydney Allard, que colocó un enorme motor americano en el liviano chasis con carrocería de aluminio que diseñó, razón por la cual se lo reconoce como el precursor del exitoso y muy difundido AC Cobra, un chasis inglés AC Ace impulsado por un gran Ford V8.

El auto cuenta con una suspensión delantera bastante insólita, constituida por un eje de Ford 40 partido al medio, lo que le confiere una condición especial, particularmente por la posición de las ruedas en curva. Por tal razón, pese a los éxitos en el Rally de Montecarlo, en Le Mans y en innumerables carreras de trepada, el auto se hizo famoso por las piruetas a las que tal suspensión lo condenaba. Pero andaba muy fuerte, tal como lo comprobaron los asistentes a la carrera de la Costanera en 1951, cuando de los 3 Allard que vinieron con el equipo estadounidense, dos ocuparon los primeros puestos -Fitch y Cole- y el tercero, Walker, quedó relegado después de haber punteado.

El auto de Jorge había pertenecido desde mediados de los cincuenta a Franco Bruno. Yo conocí al auto y al piloto, cuando concurría a las carreras de la categoría Sport en el autódromo. A mis 15, 16 años, el Allard me parecía una especie de Júpiter Tonante, cuyo motor sonaba en "O" en lugar del "I" de las Ferraris y Maseratis. Y casi siempre largaba en primera fila y tomaba la delantera, gracias a la aceleración del contundente V8.

Al volante, Bruno. Un robusto caballero de bigote compadre, con un casco tamaño M en un balero XXL; hombre de porte más apto para conducir –digamos- transatlánticos que para embutirse en las reducidas dimensiones del asiento del Allard. Nunca sabías si estaba por entrar o por salir del auto.

Los pilotos de la época eran todos amateurs, orgullosos de sus autos, a los que a veces te dejaban subir con el consabido: "No toques nada, pibe". (Y vos te sentabas y bombeabas el acelerador y le ahogabas el motor, así después podías ayudar a empujar el auto).

Para colmo de casualidades, en su niñez Jorge había conocido al auto y al dueño, su vecino de barrio.

No quiero aburrir con más detalles. Mucha agua corrió bajo los puentes hasta el día en que Jorge compró el auto que se encontraba radicado en Montecarlo, pintado de rojo en lugar del verde y marfil de la época Bruno. (El dueño actual era italiano: ¿de qué color lo iba a pintar?).

Imagínese la alegría de Jorge al poder adquirir un auto que perteneció a la gran historia del automovilismo nacional, tanto como a la propia historia de su juventud…

Volvamos a Punta del Este. La primera de las cinco carreras de la Semana era sobre un circuito improvisado por calles de la Punta. El plan era el de repetir el mismo tiempo en cada vuelta. Jorge me dio las indicaciones pertinentes: yo debía controlar los segundos que faltaban para llegar al punto de control de cada vuelta, recitándoselos en cuenta descendente (tipo Cabo Cañaveral cuando largan los cuetes). Cuando nos bajaron la bandera, el hasta ese momento circunspecto sportman se transformó en un descontrolado auriga que no hacía caso de mis –por otra parte- confusas, erróneas y vociferadas indicaciones: ("Frenáaaaaaaaaaa. Meteleeeeeeeeeeeee").

El auto rugía y sacaba la cola, las ruedas delanteras en falsa escuadra, haciendo las delicias del público que a partir de la segunda vuelta comenzó a aplaudir al paso del bólido. Un grupito de chicos estacionados en una esquina eran los más exaltados; gritaban, brincaban, aplaudían, y juro que hasta arrojaron papelitos.

Como entenderán, esta experiencia me permitió colocar dos cosas en perspectiva. Una: lo que era el auto, y lo que era capaz de hacer. Otra: lo que era el piloto, y lo que era capaz de hacer...Otra más: Lo que yo no era capaz de hacer...

La siguiente carrera era en un óvalo, en el Jagüel. Una prueba combinada de aceleración en 400 metros, seguida de giros al circuito, en medio del cual se debía frenar hasta detener el auto, para luego acelerar y completar 3 vueltas. Finalizaba cuando el copiloto abandonaba su asiento y corría hasta golpear con su mano sobre la mesa de control.

Si entrar al auto me resultaba difícil pese a la ayuda de la fuerza de gravedad, imagínense lo que significaba salir. Allí me acordé de Franco Bruno. En esta etapa de mi vida, apelando a un eufemismo podría decirse que he alcanzado la grandeza. La alcancé cuando superé los 100 kilos. Por lo tanto, la comparación con Bruno no resulta antojadiza.

Los autos largaban de a pares, de acuerdo a su categoría. La nuestra era "Años Cincuenta". Nos tocó un Jaguar C con toda la música. Decidimos largar en segunda marcha para evitar hacer un cambio. Bandera y primero al Allard, hasta que la lenta caja de velocidades permitió que el Jaguar se adelantara. Al ingresar al óvalo se escuchaba el rechinar de los dientes de J por encima del rugido del motor. Para frenar había que pararse literalmente sobre el pedal, hasta detenerse justo sobre una marca controlada por jueces alcahuetes. Al frenar, el Allard apuntaba para acá, para allá y para ahí. Llegábamos a la marca, a veces por babor y otras por estribor. Nunca de proa.

Cuando llegó el momento de mi eyección, lo hice ridículamente, perdiendo en la empresa sólo uno de mis mocasines y toda mi dignidad. Sonrisas de un par de jueces y carcajada de otro.
¡¡¡¡¡Devuélvannos la Banda Oriental!!!!! ..
El bueno de Lennart, el otro consuegro de Jorge, que también participaba con su Morgan 38, se reía con toda la boca. El tipo es sueco y cuando se ríe no dice "Jajá" sino que le sale una cosa rara, tipo "Abba, Abba, Abba".

La tercera carrera era un Rally. En dicha modalidad el copiloto debe reconocer las innumerables referencias que los perversos organizadores orientales ubican de manera maliciosa a lo largo de la ruta. Como si eso fuera poco, debe leer las decenas de páginas sueltas de la hoja de ruta, mientras manipula los inextricables instrumentos con los que no está familiarizado. En un auto abierto, con el viento en la cara, el pelo y el cerebro despeinados. Con los anteojitos de leer cayéndosele en cada bache.

Jorge pretendía que yo le cantara las revoluciones del motor a las que el auto andaba a 70, 80, 100, etcétera, kilómetros por hora…..(¡Andaaaaaá!). El día anterior habíamos hecho una prueba y yo había anotado las cifras en una diminuta libretita. En esta mano, las hojas de ruta; en esta otra, la libretita; en esta otra, un marcador con el que debía ir tildando las referencias, pero con el que me tildé toda la remera y la dejé jaspeada; en esta otra, el cronógrafo digital con números de un tamaño que no me permitían leerlos ni con ni sin los anteojitos. Ya sé que las manos son dos –salvo que seas una diosa hindú, que tienen un montón- pero parece que la norma es tener, por lo menos, cuatro.

La primera página de la hoja de ruta se me voló a las diez cuadras. La tercera y la quinta, en Piriápolis. Con la séptima me limpié las antiparras (olvidé comentar que también las llevaba). La libretita se me cayó al piso, y cuando la recogí, toda pisoteada, ya no se podía leer nada, así que entré a cantar cualquier cosa:"a partir de ese poste, 3.000". El tipo sabía que yo le estaba mandando fruta, pero parecía aceptarlo con cristiana resignación. Lo último que dijo, antes de entregarse, fue: "Cantame la próxima". Le dije: "Un cartel de Conaprole". Me dijo: "Lo pasamos hace diez minutos"

Silencio en el cockpit. El escape: "Brrrroooooommmmmm".

Al rato quedamos a la cola de un Alfa rojo manejado por un amigo de Jorge y navegado por su esposa. Jorge dijo: "Este sabe", y lo seguimos durante cincuenta kilómetros hasta que ingresó a una estación de servicio. Hicimos lo propio. Bajamos y Jorge le preguntó al amigo: "¿Dónde estamos?" El tipo, con una mirada de odio a su atribulada consorte, contestó: "Esta señora, la única indicación precisa que me dio hasta ahora, es que estamos en Uruguay".

Chau.

A partir de allí, nos dedicamos a ir lo más rápido que podíamos por los encantadores caminos de faldeo, gozando a pleno del maravilloso día, del fascinante auto y de las gratas circunstancias que vivíamos, más allá del imaginable resultado deportivo.

La cuarta carrera era en Las Cumbres. Una trepada bastante peligrosa si te despistás. Con el Allard era muy peligrosa. Se largaba de a uno. El que les dije retomó su personalidad Mr. Hyde, y recorrimos el circuito en cuatro, tres, dos, y ninguna rueda. En esta carrera no le era preciso al navegante darle instrucciones al piloto; sólo sujetarse como podía de las incómodas manijas (recuerden: el auto es inglés) colocadas en lugares inaccesibles por el pérfido mister Allard para cumplir con las reglas de la FIA, manejada entonces por los franceses; no como ahora, que la maneja Ecclestone y se las pasa por las bielas.

La última era en un circuito de tierra y ripio. Jorge me ofreció el volante. (¿El Allard en el ripio? ¿Me estás cargando?) El auto respondió con sus esperadas piruetas y rugidos, matizados con derrapes descontrolados y piedrazos dirigidos a la Rosa de los Vientos. ¿Los tiempos? ¡¿Qué sé yo?!

Fin.

Al día siguiente, en la entrega de premios, nos enteramos con agradable sorpresa que habíamos ganado la carrera del Jagüel –en la que hicimos el mejor tiempo absoluto- y también la de Las Cumbres, donde superamos a modernísimos autos ultra deportivos incluyendo una Mercedes 550 AMG de un brasileño que se la pasó diciéndole a todo el mundo que los tiempos estaban equivocados, en su lengua de pastor evangelista. .
(Va embora, garotinho).

Ambos triunfos nos valieron terminar en el 4º puesto en la general. No tengo duda de que Jorge imaginó hasta dónde podríamos haber llegado, si en el Rally, este navegante hubiera cumplido con la función que le competía. Fiel a sus maneras, nada dijo. Fiel a las mías, yo tampoco.

Tiempo después, en una demostración de gentileza, me obsequió los trofeos. Las 3 copas me recuerdan los buenos momentos vividos y me hacen pensar en que fue una suerte que mi debut como navegante se haya producido en aquellas circunstancias, ya que cuando veo por TV las carreras de Rally, en las que el navegante le va cantando al piloto las anotaciones de la hoja de ruta y el tipo las cumple a rajatabla y con absoluta confianza, no puedo menos que imaginarme, despertándome en una cama de hospital; y en la cama de al lado, Jorge. Y todo porque yo le canté: "derecha, quinta a fondo", en lugar de: "izquierda, freno, primera"

(*)"El Navegante es la adaptación de un cuento publicado en un libro presentado como regalo de cumpleaños por sus parientes y amigos a un miembro de nuestro Club. La versión original circuló entre socios del Club de Automóviles Clásicos de Punta del Este, con autorización del protagonista, del autor y de la editorial"

Por: Guillermo Aguirre